martes, 5 de octubre de 2010

De Antipostales Bicentenario

Bicentenario Popular Barrio Yungay



Reflexiones Bicentenarias

Primera Entrega


(Este texto es el primero de una serie que iré colgando en este espacio sobre como somos y no somos los chilenos según mi punto de vista. Si a usted le parece bueno que yo siga escribiendo lo invito a colaborar conmigo depositando un aporte voluntario en mi cuenta o comprándome obra)


De cómo no hemos crecido los chilenos

By Eli Neira


Los chilenos no hemos cambiado mucho en 200 años y eso es lo terrible de esta edad. Ejemplos los hay para tirar a la chuña, pero vamos a ir de a poco desglosándolos en la medida que esta columna o “intento de” lo permita. Y vamos a partir por esa inconsecuencia o travestismo tan dañino pero tan característicos de las ultimas décadas de vida republicana, donde hemos asistido a una mutación modernizante de la clase tradicional que nos hace pensar a los ilusos, que ese histórico desprecio hacia los pobres del que ya hablara tan claramente Clotario Blest en el documental sobre su vida que se exhibe por estos días, ha cambiado en algo.

Hoy asistimos a la paradoja de que mucha gente que defiende públicamente en Chile o en el extranjero la causa mapuche o la causa de los pobres o cualquier otra causa social son los mismos que en su casa o en su trabajo ejercen el mismo clasismo que sus abuelos pero sin consciencia de ello, lo que a mi juicio es mas una involución que una evolución.

El desprecio al indígena y al pobre traspasa estos dos siglos de vida republicana casi intacta. A lo largo de mi vida como periodista y luego en las lides del arte he visto a tantos defensores de los pobres tener prácticas imperialistas que a mi no me vengan con cuentos.

Recuerdo un caso que me impresiono mucho. Hace unos años atrás cuando apenas perfilaba el conflicto mapuche, un artista joven y guapo, amigo de otro amigo artista con quien yo compartía taller, y quien trabajaba el tema indigenista, exponiendo sus obras con bastante aceptación fuera del país, contó un día la siguiente historia.

Resulta que este artista hijo de familia aristocrática (como la mayoría de los jóvenes que estudian arte ya que en Chile una familia obrera no puede darse el lujo de tener entre los suyos a un artista) todos los veranos de su vida los pasaba en un extenso fundo propiedad de lo suyos, donde además de comer de maravillas tenia la oportunidad de conectarse con aquella naturaleza y aquel hombre de la tierra que luego inspirarían su obra, legítimamente revolucionaria como él creía.

Ese verano sin embargo sucedió algo inédito. Los mapuches de las comunidades aledañas a su fundo se levantaron y comenzaron a tomar tierras, siendo las suyas, las de su familia, una de las primeras en ser consideradas para la recuperación.

Entonces, contaba él con emoción en los ojos, tuvo que coger una escopeta que las había por montones en la propiedad (porque sus familiares practicaban el noble deporte de la caza como correspondían a gente de su estirpe), coger un caballo, a lo que estaba acostumbrado desde su mas tierna infancia y dirigir una tropa de peones igualmente armados en medio de la noche a corretear a los balazos a los intrusos que ya venían con todo, palas, piedras y fuego en una suerte de maloca moderna.

Este amigo contaba el episodio con verdadera emoción infantil en sus ojos, en su voz, como quien cuenta una película de acción. Una vez que los indios fueron expulsados por las tropas familiares y el peonaje, tal como hace doscientos años, todo volvió a la normalidad. Llego marzo y él pesco sus pinceles y lienzos, se puso un pañuelo al cuello, sus jeans rotos y se vino a Santiago, a su estudio en el barrio alto, a seguir pintando temas indígenas para luego exponerlos afuera como legítimo mensajero de los pueblos oprimidos.